Como la vida misma

    

         Poco tiempo después de los desposorios, la ratita presumida y su marido, el ratoncito lirón, tras las noches de dulces sueños y atronadores silencios entraron en lo que, en la jerga humanoide, se suele denominar "crisis".

La ratita seguía echando sus buenos ratos, adornada su cola con el precioso lacito, en la puerta de su casita viendo pasar a todos los animales que se deshacían en piropos hacia su persona. Mientras tanto, el ratoncito se vio obligado a coger la escoba y: "la-la-ra-la-ri-ta..."

¡Pobre ratoncito! A ojos de su esposa, por mucho que se esforzase, nunca barría lo suficientemente bien, de hecho jamás encontró otra moneda como la de la ratita. Tampoco le gustaba a su señora el modo en el que hacia las demás tareas domésticas que él se empeñaba en llevar a cabo para que ella pudiese seguir luciendo su lacito y su colita ante todos sus admiradores.

Incluso su sueño dejó de parecerle silencioso, y el más leve de sus ronquidos suponía un martirio para los sensibilísimos oídos de tan presumida ratita la cual, una mañana, tras una reprobación absoluta al marido, se dirigió al despacho del alcalde ratonil y presentó demanda de divorcio.

Hoy, la ratita sigue en su puerta desestimando las ofertas de asnos, gallos, cerdos y demás animales, mientras que el ratoncito ha vuelto a su pequeño boquete y, detrás de un carrete de hilo sin hilo, llora su pena sin cesar, no atreviéndose ni tan siquiera a asomar su hociquillo para balbucear aquello que en ocasión anterior enamoró a su ex.

Y colorín, colorado..., veremos en lo que queda la cosa.
 

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